El siglo XVII fue de profunda crisis económica en la península; sin embargo, recibió el apodo de Siglo de Oro en el terreno religioso, cultural, artístico, literario, etc. La Reforma católica tuvo sus principales teólogos en España y sus postulados rigieron la codificación artística en nuestro país más allá que en cualquier otra nación del ámbito católico europeo.
Los óleos encargados son con frecuencia de gran tamaño; emplean colores vivos y muy variados, resaltados por varios focos de luz que pro- vienen de todos los lados, contrarrestándose unos a otros, creando grandes sombras y zonas iluminadas.
Los personajes aparecen en posturas muy dinámicas, con rostros y ges- tos muy expresivos puesto que el Barroco es la época del sentimiento. Las composiciones grandiosas, con personajes vestidos ricamente
Los principales focos productores de pin- tura fueron las capitales Sevilla y Madrid por motivos económicos y administrativos. Los temas, como se ha dicho, son en su mayor parte religiosos.
Por lo que se refiere al patronazgo de obras, o retablos, también se advierten algunas diferencias respecto al sistema practicado en la Península. Aunque sin embargo hubo encargos por la población española, tanto a nivel individual, como institucional.
Quizá el mejor ejemplo que puede citarse del patronazgo artístico en la Nueva España durante la segunda mitad del siglo XVI sea el remozamiento de la primitiva catedral de México, con motivo de la celebración del tercer Concilio Provincial mexicano en 1585.
Es trascendental evento eclesiástico a la luz de nuestro tiempo, cobra también particular relevancia desde otras perspectivas. En Primer lugar por la influencia que tuvo la religiosidad novohispana, pues no se olvide que si propósito fundamental era aplicar las decisiones derivadas del Concilio de Trento.
En la Nueva España, como en el resto del Nuevo Mundo, a partir del siglo XVII, y en particular durante el siglo XVIII, el retrato
En una sociedad caracterizada por el profundo sentimiento religioso del que es- taba imbuida, se esperaba que muchos retratos reflejasen las virtudes morales y la piedad del modelo.
En la última parte del siglo XVII se caracteriza por la progresiva influencia de modelos rubensianos en los pintores novohispanos: un gusto por lo escenográfico y ampuloso, desdén por el riguroso dibujo y el empleo de luces y sombras drásticas para configurar composiciones, que en general solían ser bastante densas.
El siglo XVIII había sido una etapa caracterizada por la intensa actitud defensiva que el imperio español tenía frente a una Europa que se volvía más poderosa y preconizaba ideas religiosas diferentes – lo cual conducía a una decadencia interna grave de las instituciones y al refugio en una retorica y un misticismo complicados y sensuales-, el nuevo siglo representa para España la integración a Europa mediante la instalación de la dinastía borbónica.
l termino de Pintura Virreinal vino a ser el intento de organizar la producción artística, actualizar antiguas ordenanzas y legislar la contratación de artistas, con la pretensión de acabar con el empirismo. Pero ello solo pudo formalizarse en parte cuando, pasada la mitad del siglo (1753).
Los principales focos productores de pin- tura fueron las capitales Sevilla y Madrid por motivos económicos y administrativos.
Pioneros de tal producción fueron Joseph García en Querétaro y afirmante de un lienzo de San Nicolás de Bari con los tres infantes en el tonel, de 1713, y Barragán, acaso del área de Puebla, quien firmo cuatro pie- zas de la vida de San Antonio de Padua para un probable retablo del templo franciscano, que ahora guardan en clausura.
Muchos otros prefirieron no firmar sus obras, por modestia o conciencia de su nula preparación. Así, los restos de un antiguo retablo en la Parroquia de Guadalcazar, con
doce escenas de la pasión de Jesús, del que una se perdió; y las cuatro pechinas para el cubo interno de la torre en el templo franciscano de San Luis Potosí, donde se representa a cuatro pontífices (Sixto IV, Sixto V, Alejandro V y Nicholas IV).
Este Movimiento popular tuvo importancia para el devenir del proceso artístico nacional porque prefigura el origen de una acentuada divergencia en la producción siguiente: por un lado, un arte sometido, con la vista puesta en México y, a través de lo ahí elaborado, en contacto retrasado con los medios vanguardistas europeos y, por otro, un arte desarrollado con pobreza de recursos y ambiciones pero con gran libertad. En pocas palabras, dos Méxicos: uno tradicional, proeuropeo o extranjerizante, a veces identificando con la reacción política, el orden, la disciplina, la ley y una administración elitista, a veces autoritario, y un México liberal, ideológicamente orientado a la emancipación política respecto
La historia de México se constituye en las vicisitudes del proceso que se mueven tales corrientes.
Avanza el siglo y se incrementa en la región una afición por el arte culto, proeuropeo y académico, que surge abundante y esplendido, pero a la vez el abundante arte popular se define consiguiéndolo logros que serán definitivos para la orientación de la pintura posterior
La composición murillesca, ya plena de anticipaciones rococó, encuentra justa expresión en el afrancesado siglo académico
de las piezas de arte señalare la técnica pictórica; esto dará oportunidad para comentar las innovaciones que se daban contemporáneamente en el ejercicio pictórico y las peculiaridades de algunos artistas.
Abandonada casi por entero la utilización de madera como soporte de la pintura, uso que fuera común durante el siglo XVI y en cuya técnica, hasta donde sabemos, nunca hubo piezas en San Luis Potosí o, de haber- las, fueron perecederas, se incremento el empleo de lienzos y laminas, estas últimas de zinc, bronce y cobre, usadas con frecuencia por Cabrera, Morlete, Ybarra y miembros de sus talleres, especialmente para pequeños cuadritos de asunto devocional.
La preferida en el periodo fue la tela por su ductibilidad, que permitió a los pintores múltiples ventajas, como fue el poder realizar composiciones de gran tamaño para cubrir grandes superficies de muros, satisfaciendo así las empresas decorativas barrocas y rococó del periodo conforme a demandas arquitectónicas fastuosas.
Villalpando y otro anónimo, años atrás, cubrieron con enormes lienzos las cúpulas de la Catedral y el templo de Santa Inés, en Puebla, en tanto numerosos pintores pudieron decorar las pechinas de cúpulas con lienzos pintados.
Para poder dar consistencia a la tela fue necesario desarrollar complejas técnicas que permitieran, por n lado otorgar solidez de apoyo a las capas de pintura y, simultánea- mente, evitar los desgarres del soporte. Ello se consiguió de diversas maneras, pero las principales fueron la aplicación de capas su- cesivas de agregados adhesivos gelatinosos o gomosos, como resinas vegetales o cola y algunas gomas minerales, junto a polvos calizos. Con ello, la tela venia a tener consistencia de lona gruesa y, sin embargo, con amplia flexibilidad ahulada diríamos hoy.
Asegurada la firmeza del soporte, había que dar una base a las capas de pintura y para ello se extendían delicadas capas de blanco de España con yeso, a veces mezcladas con pigmentos, que otorgaban un color rojizo, o almagre, a tal base. Sobre esta última pin- taba el artista.
Ya en este periodo, los colores, básicamente de origen mineral, eran cuidadosamente di- sueltos hasta conseguir la emulsión homogénea con diferentes aceites (nuez, linaza y otros). La Mezcla se aplicaba para integrar inicialmente un fondo uniforme, general- mente en tonos oscuros (sienas, azul oscuro, gris). Sobre esta capa, cuando había secado, delineaba su dibujo el pintor con tiza o yeso, bien directamente, según testimonios con- temporáneos al ejercicio de algún pintor, o aplicado un boceto de papel que, con los trazos delineados, permitía seguir su bosquejo en las líneas más fundamentales a modo de calca.
comenzaba la ejecución pictórica propia- mente dicha. Inicialmente se pintaban las sombras y los colores oscuros, con pinceladas breves durante los siglos XVI y XVII, y con amplias zonas de color en el XVIII, hasta re- matar con las luces o zonas brillantes, que se dejaban para el final. Al terminar, y ya seco, se extendían finas capas de barniz en complejas aplicaciones para que dejara una capa uniforme.
Como se comprende, la tarea del pintor era bastante esforzada y ocupaba mucho tiempo en la ejecución de una pintura. Esto propicio que el trabajo individual hubiera de ceder al taller, con un artista coordinador del esfuerzo de múltiples ayudantes.
Los talleres en torno a los artistas más afama- dos de la época llegaron a ocupar numerosos aprendices. Solo así podemos explicarnos la obra de grandes series para decoraciones completas de templos y conventos, en lapsos menores a un año, como es el caso de las series de Vallejo para el Carmen potosino, el cual precisamente nos llevo a esta digresión.
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